“…oro y plata pueden
ser acumulados sin causar daño a nadie.”
John Locke
(1632-1704)
Nota
bibliográfica:
Para la redacción de estas
notas se ha utilizado la traducción española de Carlos Mellizo: Locke, John. (2000).
Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil:
Un ensayo acerca del verdadero origen, alcance y fin del Gobierno Civil.
Madrid: Alianza. Salvo indicación en contrario, todas las citas corresponden a
esta traducción.
Síntesis:
John Locke (1632-1704) es
uno de los fundadores del liberalismo político. Su obra Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil (1690) es, a la vez, una
justificación de la Revolución “Gloriosa” de 1688 y una defensa de los
principios fundamentales del liberalismo. El capítulo 5 de la obra, dedicado a
la propiedad, constituye una pieza central en el armado de la concepción
política del liberalismo, al considerar a la propiedad como un derecho natural,
anterior a la sociedad política. Para justificar la existencia de la propiedad,
sostiene que la misma tiene origen en el trabajo. Como el trabajo es
imprescindible para la existencia humana, la propiedad es natural a la
existencia de los individuos mismos. Además, Locke procura explicar la
existencia de riqueza en manos de algunos individuos, recurriendo para ello a
la asignación convencional de un valor a los metales preciosos. De ese modo,
quienes posean a aquellos pueden adquirir cosas en una cantidad mayor de la que
precisan para vivir.
El
trabajo como origen y fuente de la propiedad privada:
En los párrafos siguientes
se hará una somera exposición del argumento de Locke.
En el origen, la propiedad común:
“Dios,
que ha dado en común el mundo a los hombres, también les ha dado la razón, a
fin de que hagan uso de ella para conseguir mayor beneficio de la vida, y
mayores ventajas. La tierra y todo lo que hay en ella le fueron dados al hombre
para soporte y comodidad de su existencia. (…) todos los frutos que la tierra
produce naturalmente, así como las bestias que de ellos se alimentan,
pertenecen a la humanidad comunitariamente, al ser productos espontáneos de la
naturaleza”. (p. 56).
La propiedad común es, sin
embargo, una propiedad abstracta, pues la naturaleza no se deja apropiar sin
ejercer alguna acción sobre ella. En otras palabras, los frutos que la tierra
produce naturalmente y los animales que se alimentan de ellos sólo pueden ser
apropiados por los seres humanos si interviene una actividad que opera como
mediadora entre ellos y la naturaleza. Locke plantea la cuestión así:
“Aunque
nadie tiene originalmente un exclusivo dominio privado sobre ninguna de estas
cosas [los frutos y los animales] tal y como son dadas en el estado natural,
ocurre, sin embargo, que, como dichos bienes están ahí para uso de los hombres,
tiene que haber necesariamente algún medio de apropiárselos antes de que puedan
ser utilizados de algún modo o resulten beneficiosos para algún hombre en
particular. El fruto o la carne de venado que alimentan al indio salvaje, el
cual no ha oído hablar de cotos de caza y es todavía un usuario de la tierra en
común con los demás, tienen que ser suyos; y tan suyos, es decir, tan parte de
sí mismo, que ningún otro podrá tener derecho a ellos antes de que su
propietario haya derivado de ellos algún beneficio que dé sustento a su vida.”
(p. 56).
La actividad que vuelve
concreta a la propiedad común, y la convierte al mismo tiempo en propiedad privada, es el trabajo. El párrafo claro es el
siguiente:
“Aunque
la tierra y todas las criaturas inferiores pertenecen en común a todos los
hombres, cada hombre tiene, sin embargo, una propiedad que pertenece a su
propia persona; y a esa propiedad nadie tiene derecho, excepto él mismo. El
trabajo de su cuerpo y la labor producida por sus manos podemos decir que son
suyos. Cualquier cosa que él saca del estado en que la naturaleza la produjo y
la dejó, y la modifica con su labor y añade a ella algo que es de sí mismo, es,
por consiguiente, propiedad suya. Pues al sacarla del estado común en el que la
naturaleza la había puesto, agrega a ella algo con su trabajo, y ello hace que
no tengan ya derecho a ella los demás hombres.” (p. 56-57).
Sin la intervención del
trabajo, así más no sea éste el ejercicio de la fuerza necesaria para arrancar
una manzana del árbol, es imposible obtener nada de la naturaleza, por más que
ella haya sido otorgada en propiedad común a los hombres. Como las personas
requieren de la naturaleza para satisfacer sus necesidades, el trabajo es
condición ineludible de la existencia humana. En este punto, cobra fuerza el
argumento lockeano, pues al sostener que la propiedad privada tiene su origen
en el trabajo, se concluye que la propiedad también es una condición permanente
de la existencia humana.
El trabajo es el creador de
la propiedad. Por tanto, el trabajador es el primer propietario privado de la
historia:
“El
trabajo, al ser indudablemente propiedad del trabajador, da como resultado que
ningún hombre, excepto él, tenga derecho a lo que ha sido añadido a la cosa en
cuestión, al menos cuando queden todavía suficientes bienes comunes para los
demás.” (p. 57).
Locke introduce una
restricción para la propiedad surgida del trabajo. El trabajador sólo puede
apropiarse aquello que efectivamente pueda consumir. Si excede dicho límite,
desperdicia los frutos de la tierra, pues éstos se echan a perder, y perjudica
así a sus congéneres, que no pueden disfrutarlos.
“La
misma ley de la naturaleza que mediante este procedimiento nos da la propiedad,
también pone límites a esa propiedad. (…) Todo lo que uno pueda usar para
ventaja de su vida antes de que se eche a perder será aquello de lo que esté
permitido apropiarse mediantes su trabajo. Mas todo aquello que excede lo
utilizable será de otros. Dios no creó ninguna cosa para que el hombre la
dejara echarse a perder o para destruirla.” (p. 59).
La propiedad de la tierra se adquiere también por medio del trabajo.
“Toda
porción de tierra que un hombre labre, plante, mejore, cultive y haga que
produzca frutos para su uso será propiedad suya. (…) Este derecho suyo no
quedará invalidado diciendo que todos los demás tienen también un derecho igual
a la tierra en cuestión y que, por lo tanto, él no puede apropiársela, no puede
cercarla sin el consentimiento de todos los demás comuneros, es decir, del
resto de la humanidad. Dios, cuando dio el mundo comunitariamente a todo el
género humano, también le dio al hombre el mandato de trabajar; y la penuria de
su condición requería esto de él. Dios, y su propia razón, ordenaron al hombre
que sometiera la tierra, esto es, que la mejorara para beneficio de su vida,
agregándole algo que fuese suyo, es decir, su trabajo. Por lo tanto, aquel que
obedeciendo el mandato de Dios sometió, labró y sembró una parcela de la tierra
añadió a ella algo que era de su propiedad y a lo que ningún otro tenía derecho
ni podía arrebatar sin cometer injuria.” (p. 60).
Locke responde así a una cuestión
de política práctica: durante la Revolución Inglesa de la década de 1640, los diggers defendieron la propiedad común
de la tierra y fueron duramente reprimidos. La Revolución Gloriosa consolidó el
poder político de la burguesía, y la base de este poder era la propiedad
privada, siendo la propiedad de la tierra el núcleo de toda propiedad. Es por
ello que Locke dedica tanta atención al problema de justificar la propiedad
privada de la tierra. En un país en el que abundaba la gran propiedad en manos de
parásitos (me refiero aquí a los lores), es irónico que Locke afirme que la
apropiación privada de la tierra tiene origen en el trabajo del productor
directo. Pero el argumento tiene sentido si se tiene presente que, al principio
del libro que estamos analizando, había postulado la propiedad en común de la
tierra y de los frutos y animales que ella produce. Era preciso encontrar un
medio para justificar la apropiación privada de aquello que era originalmente
de propiedad común, y ese medio es el trabajo. Ahora bien, también la propiedad
privada de la tierra está sometida a la condición que rige para sus frutos y
para los animales que se nutren de éstos: nadie puede apropiarse de más tierra
de la que precisa para satisfacer sus necesidades.
“Esta
apropiación de alguna parcela de tierra, lograda mediante el trabajo empleado
en mejorarla, no implicó prejuicio alguno contra los demás hombres. Pues
todavía quedaban muchas y buenas tierras, en cantidad mayor de la que los que
aún no poseían terrenos podían usar. De manera que, efectivamente, el que se
apropiaba una parcela de tierra no les estaba dejando menos a los otros; pues
quien deja al otro tanto como a éste le es posible usar, es lo mismo que si no
le estuviera quitando nada en absoluto.” (p. 61).
O sea, la propiedad privada
de la tierra es aceptada en la medida en que no afecta la posibilidad del
prójimo de hacerse también de tierra en propiedad. Y todo esto es legitimado
por el trabajo sobre la tierra, que crea la propiedad para el trabajador. El
problema, y Locke lo abordará más adelante, consiste en explicar: a) cómo
surgió la propiedad privada de los terratenientes ingleses, que poseen muchas
más tierras que las que pueden adquirir mediante su trabajo; b) cómo se
justifica la apropiación privada de todas las tierras en Gran Bretaña, pues la
misma deja afuera de la propiedad a muchos nativos de las islas británicas.
Pero el trabajo no sólo es
creador de propiedad privada. También es creador del valor. Mucho antes que los fisiócratas y que Adam Smith, Locke
afirma el hecho fundamental de la ciencia económica:
“Es
el trabajo lo que introduce la diferencia de valor en todas las cosas. Que cada
uno considere la diferencia que hay entre un acre de tierra en el que se ha
plantado tabaco o azúcar, trigo o cebada y otro acre de esa misma tierra dejado
como terreno comunal, sin labranza alguna; veremos, entonces, que la mejora
introducida por el trabajo es lo que añade a la tierra cultivada la mayor parte
de su valor.” (p. 67).
Locke aplica esta noción a
la tierra misma:
“Es
(…) el trabajo lo que pone en la tierra la gran parte de su valor; sin trabajo,
la tierra apenas vale nada. Y es también al trabajo a lo que debemos la mayor
parte de los productos de la tierra que nos son útiles. Pues lo que hace que la
paja, el grano y el pan producidos por aquel acre de trigo [se refiere a un
acre de trigo cultivado en Inglaterra, en contraposición a un mismo acre en
territorio indígena en América] sean más valiosos que lo que pueda producir
naturalmente un acre de tierra sin cultivar es enteramente un efecto del
trabajo.” (p. 69).
Es el trabajo y no la tierra
la que genera valor. Esto es así porque el trabajo constituye el mediador
eterno entre nosotros y la naturaleza. Locke rompe así con el pensamiento
feudal, que consideraba a la tierra como lo más valioso.
Además de tomar nota de la
centralidad del trabajo en la generación del valor, Locke también percibe la
importancia de la división del trabajo.
El párrafo que sigue puede considerarse como clásico:
“Porque
no son sólo el esfuerzo de quien empuñó el arado, ni el trabajo de quien trilló
y cosechó el trigo, ni el sudor del panadero las únicas cosas que hemos de
tener en cuenta al valorar el pan que nos comemos, sino que también debemos
incluir el trabajo de quienes domesticaron a los bueyes que sacaron y
transportaron el hierro y las piedras; el de quienes fabricaron la reja del
arado y dieron forma a la rueda del molino y el de quienes construyeron el
horno o cualquiera de los utensilios, que son numerosísimos, empleados desde el
momento en que fue sembrada la semilla hasta que el pan fue hecho. Todo debe
añadirse a la cuenta del trabajo y ha de considerarse como efecto suyo.” (p.
69-70).
La valoración positiva del
trabajo se contrapone al desdén de la concepción clásica (por ejemplo, Platón)
hacia el mismo. Locke realiza en el plano de la filosofía política una ruptura
semejante a la llevada a cabo por la física de los siglos XVI y XVII. La
relevancia que le atribuye al trabajo es análoga al papel que juega el
experimento en la nueva física.
Menciona al pasar algunas
consecuencias del papel que atribuye al trabajo en la sociedad moderna.
En primer lugar, la razón es
concebida en términos instrumentales:
“Dios,
que ha dado en común el mundo a los hombres, también les ha dado la razón, a
fin de que hagan uso de ella para conseguir mayor beneficio de la vida, y
mayores ventajas.” (p. 56).
En segundo lugar, el hombre
pasa a ser el homo oeconomicus,
concentrado en adquirir una propiedad y en maximizar sus ganancias.
“Dios
(…) ha dado el mundo para que el hombre trabajador y racional lo use; y es el
trabajo lo que da derecho a la propiedad, y no los delirios y la avaricia de
los revoltosos y los pendencieros.” (p. 61).
En tercer lugar, el Estado
debe dedicarse al crecimiento de la riqueza, mediante el desarrollo de la
capacidad productiva del trabajo:
“[Es]
preferible tener muchos hombres a tener vastos dominios; el aumento de tierras
y el derecho de emplearlas es el gran arte del príncipe; (…) un príncipe que
sea prudente y que, mediante leyes que garanticen la libertad, proteja el
trabajo honesto de la humanidad y dé a los súbditos incentivo para ello,
oponiéndose al poder opresivo y a las limitaciones de partido, pronto se
convertirá en alguien demasiado fuerte como para que sus vecinos puedan
competir con él.” (p. 69).
Pero Locke no se limita a
sostener que el trabajo genera la propiedad privada. Si sólo hiciera esto, su
defensa del orden burgués quedaría trunca, pues el desarrollo de la economía
mercantil implica la acumulación diferencial de riqueza o, dicho en otros
términos, la diferencia creciente de riqueza entre las distintas clases
sociales. En este caso, su problema consiste en encontrar un elemento,
diferente del trabajo, que permita acumular tierra y otras cosas en grandes
cantidades, independizándose así de los límites de la acumulación por el propio
trabajo.
El dinero es la respuesta
propuesta por Locke a la acumulación desigual de riqueza en la sociedad.
“El
oro, la plata y los diamantes son cosas que han recibido su valor del mero
capricho o de un acuerdo mutuo; pero son de menos utilidad para las verdaderas
necesidades de la vida. (…) de estos objetos durables [los metales preciosos]
podía acumular tantos como quisiese, pues lo que rebasaba los límites de su
justa propiedad no consistía en la cantidad de cosas poseídas, sino en dejar
que se echaran a perder, sin usarlas, las que estaban en su poder. (…) Así fue
como se introdujo el uso del dinero: una cosa que los hombres podían conservar
sin que se pudriera, y que, por mutuo consentimiento, podían cambiar por
productos verdaderamente útiles para la vida, pero de naturaleza corruptible.
(…) Y así como los diferentes grados de laboriosidad permitían que los hombres
adquiriesen posesiones en proporciones diferentes, así también la invención del
dinero les dio la oportunidad de seguir conservando dichas posesiones y de
aumentarlas.” (p. 72-73).
El trabajo es el creador de
propiedad privada, pero pone severas limitaciones a la misma. No se puede
apropiar aquello que no puede ser consumido por el apropiador. Está claro que
la burguesía no puede surgir de este modo. Locke introduce pues la cuestión de
los metales preciosos, cuyo valor es establecido por convención y que,
justamente por ser “inútiles” para el sostenimiento de la propia existencia,
pueden ser acumulados sin perjudicar la propiedad comunal de los demás. Pero
nos pide, a la vez, que aceptemos que esos bienes especiales sirven para
acumular bienes perecederos y tierras. En otras palabras, es la propia voluntad
de las personas la que crea tanto la riqueza como la riqueza.
“Ahora
bien, como el oro y la plata, al ser poco útiles para la vida de un hombre en
comparación con la utilidad del alimento, del vestido y de los medios de
transporte, adquieren su valor, únicamente, por el consentimiento de los
hombres, siendo el trabajo lo que, en gran parte, constituye la medida de dicho
valor, es claro que los hombres han acordado que la posesión de la tierra sea
desproporcionada y desigual. Pues mediante tácito y voluntario consentimiento,
han descubierto el modo en que un hombre puede poseer más tierra de la que es
capaz de usar, recibiendo oro y plata a cambio de la tierra sobrante; oro y
plata pueden ser acumulados sin causar daño a nadie (…) Esta distribución
desigual de las cosas según la cual las posesiones privadas son desiguales ha
sido posible al margen de las reglas de la sociedad y sin contrato alguno; y
ello se ha logrado, simplemente, asignando un valor al oro y a la plata, y
acordando tácitamente la puesta en uso del dinero”. (p. 74).
La propiedad privada y su
distribución desigual se originan en el estado de naturaleza. Son anteriores a
la sociedad y al Estado. Ningún elemento de violencia entra en constitución. En
este sentido, Locke formula la versión burguesa del origen del capital. Mucho
tiempo después, en 1867, Marx sometería a una crítica implacable a dicha
versión en El Capital.
Villa del Parque,
martes 4 de junio de 2013
excelente analisis! ha sido de gran ayuda. Saludos
ResponderEliminarEzequiel, muchas gracias por el comentario. Saludos
ResponderEliminar