Los
hechos más difíciles de explicar son aquellos que ocurren delante de nuestros
ojos. No hay nada más inexplicable que lo cotidiano. Es por eso que resulta
deseable que un curso introductorio a la sociología empiece por el examen de
cuestiones que, a primera vista, parecen triviales de tan comunes.
En
una ciudad como Buenos Aires, todos los días millones de personas se levantan
temprano para ir a su trabajo. Al desagrado de abandonar el sueño, se le suman
las pésimas condiciones en que se viaje, el tiempo que siempre es escaso, las
preocupaciones de cómo llevar a los hijos al colegio y de quién los recibirá al
mediodía o a la tarde en el hogar, etc., etc. Todo ello para llegar a un trabajo
que, generalmente, está mal remunerado, donde hay que soportar al jefe o a los
jefes de turno. En numerosos casos, llegar con el sueldo a fin de mes equivale
a una hazaña de superhéroe de película.
La
mayoría de las personas pasamos la mayor parte de nuestras vidas trabajando.
Pero, ¿por qué trabajamos?
La
respuesta parece obvia: porque necesitamos ganar dinero. Si pudiéramos
obtenerlo por otros medios, muchos de nosotros no trabajaríamos. El trabajo
suele ser una actividad más o menos fastidiosa, que nos quita tiempo de
nuestras vidas. En el trabajo no somos nosotros mismos. El dinero es, pues, la
causa del trabajo.
Ahora
bien, si algo caracteriza o debiera caracterizar a la reflexión científica
sobre la sociedad, es el dudar sistemáticamente de las creencias aceptadas.
Decir que trabajamos por dinero implica no avanzar un ápice en la explicación.
El trabajador que viaja todos los días en el Ferrocarril Sarmiento lo sabe, y
resulta irrespetuoso repetir con la etiqueta de “la ciencia” aquello que saben
desde siempre las personas de a pie.
Si
pretendemos avanzar en la indagación de los motivos acerca del por qué
trabajamos, es preciso preguntarse: ¿Por qué necesitamos el dinero?
Otra
vez nos sale al paso una respuesta obvia: precisamos del dinero para comprar
las cosas necesarias para vivir. En este punto, la investigación parece quedar
clausurada: ¿qué más podemos decir? Las cosas, desde los fideos hasta los
helicópteros, tienen un precio, es decir, las cosas (y también los servicios y
las personas) son mercancías. Sin dinero, las cosas no llegan a nosotros. Mis
deseos nunca se concretan si carezco de dinero en el bolsillo. El dinero dice
así su última palabra.
El
discurso del dinero es tan terminante que resulta imprescindible someterlo a
investigación. En sociología, las afirmaciones contundentes son las que exigen
de nosotros una mayor aplicación del precepto: Dudar de todo. El tema del dinero resulta modélico para poner en
práctica dicho precepto.
Pensar
que las cosas son mercancías, es decir, que se compran y se venden por dinero
en el mercado, nos resulta casi tan natural como respirar. La difusión
universal alcanzada por el trabajo asalariado muestra que las personas
aceptamos sin mayores reparos nuestra condición de mercancías. Todo lo que
existe en el mundo, sea profano o sagrado, sea Cacho Castaña o Beethoven, se
compra y se vende, es mercancía.
Si
la omnipotencia del dinero es la regla fundamental de nuestra sociedad, ¿cómo
buscar las causas de esa omnipotencia? La dificultad radica en que si las cosas
asumen naturalmente la condición de mercancías, la omnipotencia del dinero es
algo que forma parte de la naturaleza de las cosas. Nuevamente, nuestra
indagación desemboca en un callejón sin salida.
Sin
embargo, debajo de la “naturalidad” del dinero existen algunos indicios de que
lo natural no es necesariamente lo natural. Si existen cosas que no asumen la
condición de mercancías, la “naturalidad” del dinero pasa a ser una cuestión
estadística y no algo que forma parte de un “orden natural”. Los ejemplos de
comportamientos no mercantiles en nuestra sociedad existen. Una abuela que
prepara una torta para su nieto, un amigo que ayuda a otro a construir el techo
de su casa, etc., no entran en la categoría de actos mercantiles. La torta y el
techo no son mercancías. Es cierto que la mayoría de las cosas y de las
acciones de las personas revisten la forma mercantil, pero la sola presencia de
cosas que no asumen dicha condición muestra a las claras que la “naturalidad”
de la mercancía tiene que ser sometida a discusión. Si un dios tiene un origen,
deja de ser omnipotente, pues hubo un momento en que no fue. El dinero y la
mercancía son nuestros dioses, pero ambos tuvieron un origen. Son, pues, dioses
aparentes (o dioses del mundo de las apariencias).
La
mención al origen no es casual. Como indicamos, es nuestra sociedad existen cosas,
acciones y personas que no son mercancías, pero son excepciones a la regla que
dice “todo se compra y todo se vende”. Sirven para poner en duda nuestras
certezas, no para construir una explicación alternativa. La realidad de la
mercancía es la fuente de nuestros prejuicios.
En
este punto interviene la cuestión del origen o, mejor dicho, de la historia.
La historia es la llave maestra para desarmar la
estructura armada por la mercancía. La omnipotencia y la naturalidad del dinero
requieren de un presente perpetuo. Es probable que esta sea una de las causas
del porqué en nuestra sociedad se le concede tan poca importancia a la
historia. Ahora bien, la simple experiencia de ojear un manual de historia
medieval nos muestra que durante mucho tiempo la mercancía era la excepción; la
producción para el propio consumo, ya sea de la familia o de la comunidad
campesina, era la norma imperante. El trabajo asalariado era minoritario. La
compra y la venta de mercancías estaban lejos de ser normas universales, y en
muchos casos eran realizadas por pueblos especializados en el comercio (por
ejemplo, los judíos).
No
es necesario multiplicar los ejemplos. Casi toda la historia humana transcurrió
en condiciones que no fueron las de la producción mercantil. Si nuestro
propósito es explicar por qué trabajamos, es preciso reformular las preguntas.
Ya no se trata de inquirir: ¿por qué necesitamos el dinero? Es mejor preguntar:
¿qué condiciones sociales se requieren para que las cosas y las personas se
conviertan en mercancías?
De
lo hasta aquí expuesto, se desprende que dichas condiciones sociales distan
mucho de ser naturales. Por el contrario, son el producto de procesos
históricos.
Ir a
trabajar es, por tanto, la punta del iceberg de complejos procesos históricos,
que exceden largamente el marco de nuestra experiencia directa. Explicar porqué
usted, sufrido lector, se apretuja en los vagones del Sarmiento para viajar de
Moreno a Once a las 5 a. m., implica desandar una larga historia. Pero no hay
nada de natural ni de inexorable en lo cotidianos de millones y millones de
trabajadores que pasan la mayor parte de sus vidas trabajando.
En
la sociedad, lo natural es justamente lo menos natural del mundo, valga la
redundancia.
Villa
Jardín, martes 14 de mayo de 2013
¿Qué hay de la perspectiva donde un sistema monetario, como el imperante, necesita por diseño la permanencia de la escasez y de la deuda para funcionar? De ser eso cierto, y si reconocemos a la escasez y a la pobreza económica como un problema que puede ser solucionado, ¿no podríamos exigirnos el cambio progresivo hacia alguno de los sistemas socioeconómicos alternativos ya planteados por algunos Premios Nobel de Economía, donde el dinero ya no juega su papel enajenante?
ResponderEliminarDicho popularmente: Posiblemente la mercancía no sea mala en si misma, sino la red que se tejió en derredor de ella.
ResponderEliminarComo elemento de uso social quizá la mercancía esté mal usada y nadie supo plantarse o ya alguien planteó como salir de esa forma de uso y como generar una nueva manera que no contenga sus efectos indeseables.
Lamento tener que disentir con el comentarista anónimo. Es precisamente la lógica de la mercancía la que transforma las personas en medios para obtener ganancias, la que pone el eje en el valor de cambio y no en el valor de uso de las cosas. De este modo, la mercancía (la producción mercantil) vacía al mundo de contenido y lo reduce a la cuestión del plusvalor. Saludos,
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