En el comienzo del primer capítulo del Libro Primero de El Capital (1867), Karl Marx (1818-1883) formula la distinción entre valor de uso y valor de cambio. El primer concepto alude a la capacidad que posee un bien o servicio para satisfacer necesidades de las personas; el uso es, por tanto, la utilización de la cosa por el individuo para realizar su goce. (1). El segundo concepto, en cambio, designa a la capacidad que posee una mercancía (bien o servicio) de ser cambiada en el mercado por otras mercancías; a diferencia del valor de uso, el valor de cambio presupone necesariamente la existencia del mercado. (2). En El capital, si bien reconoce que es el sustrato material del valor de cambio (3), Marx no desarrolla la concepción del valor de uso.
El proceso de trabajo, en su forma capitalista, está centrado en el valor de cambio (más exactamente, en la producción de plusvalor). Para el capitalista, el objetivo del proceso productivo es la producción de mercancías que puedan venderse en el mercado. En el fondo, no le interesa qué mercancía produce, sólo le importa qué se venda. Toda su "responsabilidad social" concluye allí.
La hegemonía del valor de cambio engendra la paradoja de que el capitalismo, lejos de tener presente las necesidades de los individuos, impone a las personas sus propias necesidades, en la forma de la creación de la compulsión a la compra de todo tipo de mercancías. No es la satisfacción de las personas la que guía el rumbo del proceso productivo, sino el goce y la satisfacción del capital a través de la producción de cantidades crecientes de plusvalor. En el capitalismo desarrollado se da el caso curioso de que los individuos tienen que estar permanente insatisfechos para que el capital pueda gozar con el plusvalor. En un correlato de la teoría del fetichismo de las mercancías, la esfera del goce se desplaza desde las personas hacia las cosas (el capital).
Aunque Marx no dedica su atención a la problemática del valor de uso, El capital proporciona una indicación para entender la relación entre la hegemonía del valor de cambio y el papel secundario asumido por el valor de uso. La clave para comprender por qué las cosas son las que gozan en el capitalismo se encuentra en la forma en que está organizado el proceso de trabajo. Es en este punto que El derecho a la pereza cobra una enorme actualidad.
Paul Lafargue (1842-1911) (4) fue un militante socialista francés, una de las figuras más importantes de la generación de marxistas que se formó en contacto directo con Marx y Friedrich Engels (1820-1895). Estaba casado con Laura Marx (1845-1911) y realizó una tarea infatigable de difusión de las ideas marxistas, a través de numerosos textos, muchos de ellos presentados en el formato folleto. Como buen militante, su interés por las cuestiones teóricas estaba soldado con la preocupación por transformar la realidad, y esto debe ser tenido en cuenta al momento de abordar la lectura de sus obras.
El derecho a la pereza fue redactado en 1880 y publicado por partes en el periódico socialista francés L'ÉGALITÉ. Posteriormente, y estando preso por "favorecer y propugnar la muerte y el pillaje", Lafargue revisó el folleto y preparó su edición definitiva en 1883. En un tiempo en el que el mayor riesgo que corre un intelectual académico es el de perecer de alguna indigestión, no está mal discutir los argumentos de un texto que fue trabajado por su autor en la cárcel, siendo este autor un militante que tenía claro que la búsqueda de conocimiento no debía ser separada del compromiso político.
En la lectura que voy a proponer de El derecho a la pereza es fundamental tener presente la categoría de valor de uso. Mediante el empleo de la misma, es posible desarmar el sentido común capitalista acerca del trabajo y comprender bajo qué condiciones pueden emanciparse las personas de la dominación del trabajo alienado y convertirse en dueños de su propio destino.
¿En qué consiste el sentido común sobre el trabajo? Básicamente, en la creencia en que el trabajo es bueno en sí mismo, y que constituye el camino que debe elegir el individuo para mejorar en tanto persona. En otras palabras, el trabajo nos hace mejores pues nos permite superarnos, al obligarnos a ser responsables. Frente a los innegables males de nuestra época, el sentido común capitalista suele proponer como solución el retorno a la "cultura del trabajo". El trabajo divide, pues, a las personas en dos grandes grupos: los trabajadores, serios y responsables, a los que les corresponde por mérito ascender en la escala social; los "vagos" los que "no quieren trabajar!, que quedan fuera del mundo del trabajo por su propia indolencia. El trabajo proporciona al sentido común de la burguesía unas herramientas insustituibles para discriminar entre réprobos y elegidos; el éxito, que en nuestra sociedad se mide por la cantidad de dinero acumulado, es presentado como un resultado del esfuerzo en el trabajo. En este simpático cuentito para personas que creen que el sentido de la vida se resume en los catálogos de Frávega o Garbarino, las diferencias sociales son el resultado del esfuerzo diferencial de los individuos. Los que ganan lo hacen porque pusieron lo que hay que poner, esto es, esfuerzo y trabajo. Los que pierden merecen su suerte, porque no se esforzaron lo suficiente.
La visión del sentido común tiene la ventaja de la sencillez, la cual se ve reforzada por el hecho de que asume el punto de vista individualista. Es el trabajo del propio individuo, su propio esfuerzo, el responsable del lugar que ocupa esa persona en la sociedad. No hay que preocuparse por las estructuras, las clases sociales o la dinámica del capitalismo. Sólo es preciso concentrarse en los motivos de cada individuo para trabajar duro.
De yapa, la concepción del sentido común goza de la valoración positiva que ese mismo sentido común le otorga al trabajo. Es, si se permite la expresión, una concepción "más respetable". ¿Quién podría oponerse al trabajo? Sólo alguien que quiere vivir a costa de los demás, o alguien que es "vago" por naturaleza.
Lafargue desarma la concepción del sentido común mediante el despliegue de una serie de operaciones conceptuales. En primer lugar, saca al trabajo del ámbito abstracto e individualista en que lo sitúa el sentido común, y lo ubica en el contexto general de la sociedad capitalista. sí, mientras que el sentido común suele presentar al trabajo como una actividad realizada por el trabajador para su propio beneficio, Lafargue considera al trabajo en su carácter capitalista, como actividad condicionada y formateada en el sentido de las necesidades de reproducción del capital. Esto permite evitar muchos equívocos. Así, por ejemplo, cuando se habla de "cultura del trabajo" debe tenerse en cuenta que se está hablando de "cultura del trabajo capitalista".
Lafargue escribe: "Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de las naciones donde domina la civilización capitalista (...) Esta locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda por el trabajo, llevado hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de sus hijos. (...) En la sociedad capitalista, el trabajo es la causa de toda degeneración intelectual, de toda deformación orgánica." (p. 195). "Nuestra época es, dicen, el siglo del trabajo; es, en efecto el siglo del dolor, de la miseria y de la corrupción." (p. 198).
Así, frente al sentido común convencional, que sostiene que el trabajo es la fuente de todas las virtudes, Lafargue patea el tablero y afirma que, por el contrario, el trabajo es fuente de degradación. Frente al sentido común que dice que el trabajo es creador de riqueza, Lafargue sostiene que el trabajo es creador de miseria. ¿Cómo es posible que la actividad que genera efectivamente la riqueza de la sociedad capitalista se transmute en su opuesto? La respuesta a este interrogante se encuentra en la organización capitalista del proceso productivo.
En el capitalismo, el objetivo del proceso de trabajo es la producción de plusvalor, esto es, trabajo no pagado al trabajador y que es apropiado por el capitalista en virtud de su propiedad privada de los medios de producción. El valor de uso (la satisfacción de las necesidades de las personas) ocupa un lugar subordinado frente al valor de cambio. La hegemonía de este último permite explicar que la inmensa productividad del trabajo no desemboque en un aumento del ocio de los trabajadores, sino en una intensificación del ritmo de trabajo. Puesto que el trabajador no controla el proceso, su opinión no es considerada al momento de decidir qué, cómo y cuánto producir. Si la productividad del trabajo aumenta, es necesario producir cada vez más para así generar una masa mayor de plusvalor.
Lafargue expresa así el imperativo de la producción capitalista: "Trabajen, trabajen, proletarios, para aumentar la riqueza social y sus miserias individuales; trabajen, trabajen, trabajen, para que , volviéndose más pobres, tengan más razones para trabajar y ser miserables. Tal es la ley inexorable de la producción capitalista." (p. 201). Sólo a partir de la hegemonía del valor de cambio puede entenderse la búsqueda desesperada por producir cada vez más mercancías en un mundo que ya está saturado de mercancía de todo tipo de color y de pelaje. En este punto cobra todo su sentido la afirmación de Lafargue de que el trabajo engendra "miseria" y "corrupción". La productividad del trabajo hace que el trabajador sea cada vez más miserable frente a una masa siempre creciente de mercancías que no puede poseer; la corrupción invade todos los resquicios de la sociedad puesto que todo el proceso productivo está regido por el valor de cambio y, por ende, todo tiene su precio.
De este modo, Lafargue transforma a la "cultura del trabajo" en una pesadilla grotesca, en la que las personas actúan guiadas por un impulso insensato a producir cada vez más. Claro que esta "insensatez" no es otra cosa que la lógica misma de la producción capitalista.
Buenos Aires, domingo 16 de octubre de 2010
NOTAS:
En todas las citas de El Capital utilizo la edición preparada por Pedro Scaron para Siglo XXI Editores (1º edición, 1975). En mi caso dispongo de un ejemplar de la 21º edición, publicada en México D. F. por la citada editorial. La traducción, advertencia y notas corresponden al citado Scaron. Para indicar la página correspondiente de la edición Siglo XXI procedo de la siguiente manera:I corresponde al número de Libro de la obra (recordar que El Capital está constituido por cuatro libros); 1 al número de volumen de la edición Siglo XXI (esta edición publicó los tres primeros libros en 8 volúmenes); 6 hace referencia al número de página de la edición Siglo XXI.
En este comentario utilizo la traducción de El derecho a la pereza realizada por María Celia Cotarelo y que se encuentra incluida en Sartelli, Eduardo. (2005). Contra la cultura del trabajo: Una crítica marxista del sentido de la vida en la sociedad capitalista. Buenos Aires: Ediciones Razón y Revolución. (pp. 193-221). Este volumen reúne, además, un conjunto de trabajos que tienen por objeto comentar y/o desarrollar aspectos del texto de Lafargue.
(1) "La utilidad de una cosa hace de ella un valor de uso. (...) El valor de uso se efectiviza únicamente en el uso o en el consumo. Los valores de uso constituyen el contenido material de la riqueza, sea cual fuere la forma social de ésta." (Marx, El capital, I, 1: 44)
(2) "En primer lugar, el valor de cambio se presenta como relación cuantitativa, proporción en que se intercambian valores de uso de una clase por valores de uso de otra clase (...) salta a la vista que es precisamente la abstracción de sus valores de uso lo que caracteriza a la relación de intercambio entre las mercancías. (...) En cuanto valores de uso, las mercancías son, ante todo, diferentes en cuanta a la cualidad; como valores de cambio, sólo pueden diferir por su cantidad, y no contienen, por consiguiente, ni un solo átomo de valor de uso." (Marx, El capital, I, 1: 45-46).
Buena reseña
ResponderEliminarMuchas gracias por su comentario. Saludos,
ResponderEliminarMuy buena explicación. Me ha servido para entender mejor las ideas de Paul Lafargue.
ResponderEliminarMuchas gracias, David. Saludos,
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