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Fusilamiento de Manuel Dorrego (1828) |
“Lo estremeció la
revelación deslumbrante de que
la loca carrera entre
sus males y sus sueños
llegaba en aquel
instante a la meta final.
El resto eran las
tinieblas.
Carajos... ¡Cómo voy a
salir de este laberinto!”
Gabriel García Márquez,
El general en su laberinto (1989)
En Miseria de la Sociología
continuamos, después de una larga pausa, la publicación de materiales referidos
a la historia de América Latina. La importancia de la historia para la ciencia
de la sociedad no requiere justificación, como tampoco necesita presentación el
historiador argentino Tulio Halperín Donghi (1926-2014). En esta oportunidad
publicamos una ficha de lectura sobre el capítulo 3 de la Historia
contemporánea de América Latina (1969) [1], uno de los trabajos más
significativos de Halperín Donghi. Allí se aborda el período comprendido entre
la finalización de las guerras de independencia (1825) y el comienzo del
despegue de las economías latinoamericanas (1850).
Referencia bibliográfica:
Halperín Donghi, T. (2005). Historia
contemporánea de América Latina. Madrid, España: Alianza. 750 p. (El libro
de bolsillo. Humanidades).
En 1825 concluyó el ciclo de
las guerras de Independencia, cuya consecuencia fue la ruptura
definitiva del vínculo político entre los países latinoamericanos y España. Sin
embargo, el nuevo orden prometido durante el período revolucionario tardó
décadas en nacer. En la mayoría de los nuevos Estados, el período comprendido
entre 1825 y mediados del siglo XIX estuvo signado por las guerras civiles,
la inestabilidad política y la imposibilidad de constituir un Estado
nación.
Para comprender las causas del
largo período de inestabilidad política hay que empezar por analizar las transformaciones
provocadas por las guerras independentistas, pues “los cambios ocurridos son
impresionantes: no hay sector de la vida hispanoamericana que no haya sido tocado
por la revolución.” (p. 136)
Halperín describe tres cambios
fundamentales:
1-Violencia: es
la más visible de las novedades. La guerra de Independencia en el Río de la
Plata, Venezuela y México (un poco menos en Chile o Colombia) fue un movimiento
político que provocó la movilización militar. En este sentido, la guerra
de Independencia puede ser caracterizada como un “complejo de guerras en las
que hallan expresión tensiones raciales, regionales, grupales demasiado tiempo
reprimidas” (p. 136).
Halperín caracteriza el
proceso de movilización militar de los diferentes sectores sociales:
“Al
lado de la violencia plebeya surge (en parte como imitación, más frecuentemente
como reacción frente a ella) un nuevo estilo de acción de la elite criolla que
en quince años de guerra saca de sí todo un cuerpo de oficiales: éstos,
obligados a menudo a vivir y a hacer vivir a sus soldados del país – realista o
patriota – que ocupan, terminan poseídos de un espíritu de cuerpo rápidamente
consolidado y son a la vez un íncubo y un instrumento de poder para el sector
que ha desencadenado la revolución y entiende seguir gobernándola.” (pp.
136-137)
La violencia llegó a dominar
la vida cotidiana [2]. Luego de la guerra de independencia se volvió preciso
difundir las armas para garantizar el orden interno: la consecuencia fue la militarización
de la sociedad. Los jefes de grupos armados se independizaron de quienes los habían
invocado y organizado. Los gobierno, para tenerlos a gusto y evitar así las
rebeliones, destinaron la mayor parte de las rentas del Estado al pago de armas
y sueldos a los militares. Pero, dada la exigüidad de los recursos financieros gubernamentales,
se requirió más dinero; ello demandó a su vez más impuestos, con lo que se
incrementó el descontento de las poblaciones agobiadas por las cargas fiscales
y, por ende, aumentó la necesidad de militares. Se dio así una espiral de
militarización [3].
Halperín señala, por último,
que la militarización constituyó, en última instancia, el instrumento al que
terminaron apelando las elites para contrarrestar la democratización originada
en la revolución y las guerras de independencia.
“La
gravitación de los cuerpos armados, surgida en el momento mismo en que se da
una democratización, sin duda limitada pero real, de la vida política y social
hispanoamericana, comienza sin duda por ser un aspecto de esa democratización,
pero bien pronto se transforma en una garantía contra una extensión excesiva de
ese proceso; por eso (y no sólo porque parece inevitable) aun quienes deploran
algunas de las modalidades de la militarización hacen poco para ponerle fin.”
(p. 138)
2-Democratización:
El proceso de democratización
consistió en una serie de transformaciones que modificaron sustancialmente la
estructura de la sociedad colonial:
a)
El cambio en la significación de la esclavitud.
La guerra de Independencia obligó a manumisiones de esclavos, las que
continuaron luego con las guerras civiles. Los objetivos de las manumisiones
eran conseguir soldados y salvar el equilibrio racial (que los negros también
pagasen su cuota de sangre) [4]. La esclavitud doméstica perdió
importancia; la esclavitud agrícola se defendió mejor en las zonas de
plantaciones. Cayó la productividad de los esclavos; la reposición se volvió
muy complicada. Los negros emancipados no fueron reconocidos como iguales por
la población blanca (tampoco por los mestizos).
b)
El cambio en el sentido de la división de
castas. La situación de las masas indígenas de México, Guatemala, el macizo
andino permaneció inmodificada: conservaron su estatus particular y también
sobrevivió la comunidad agraria. Esto fue consecuencia del
debilitamiento de los sectores urbanos, la falta de expansión del consumo
interno y de la exportación agrícola, que impidieron que fuera económico
avanzar sobre las tierras indígenas. Por el contrario, los mestizos y
los mulatos libres aprovecharon mejor los cambios revolucionarios. Todo
ello ocasionó un debilitamiento de la división en castas.
c)
El cambio en la relación entre las elites
urbanas prerrevolucionarias y los sectores de blancos pobres y las castas
(mulatos o mestizos urbanos). La revolución armó a vastas masas: fortaleció el
poder del número y con ello encumbró a la población rural (y a sus dirigentes).
En el campo la jefatura quedó en manos de los propietarios de tierras y de sus
agentes, quienes dominaban las milicias organizadas para defender el orden
rural. La radicalización revolucionaria resultó efímera y sólo se limitó a la
organización para la guerra. Por ello, “la reconversión a una economía de paz
obliga a devolver el poder a los terratenientes” (p. 142). En consecuencia, se
produjo el ascenso del sector terrateniente (que ocupaba una posición
subordinada en la Colonia). La victoria de la revolución debilitó
económicamente a las elites urbanas y despojó de prestigio y poder al sistema
institucional urbano. La Iglesia se empobreció y subordinó de manera
creciente al poder político. En consecuencia, las elites urbanas
prerrevolucionarias debieron aceptar integrarse en posición muy subordinada en
un nuevo orden político, cuyo núcleo era militar. Los ganadores del cambio
revolucionario fueron: los comerciantes extranjeros, los generales
transformados en terratenientes.
d)
Un cambio en la división de funciones en el
poder. Los sectores económicamente poderosos (hacendados, agiotistas que
prestaban dinero a los gobiernos) pasaron a solicitarle favores al Estado y
lograr así concesiones. El telón de fondo de este proceso es la ya mencionada pobreza
del Estado surgido de la Revolución.
3-Apertura plena de
Hispanoamérica al comercio extranjero:
En la primera mitad del siglo
XIX no hubo inversiones de capitales extranjeros en América Latina. Las
causas de ello deben buscarse, sobre todo, en las propias economías
metropolitanas. Desde el punto de vista de las metrópolis, “lo que se busca en
Latinoamérica son sobre todo desemboques a la exportación metropolitana, y
junto con ellos un dominio de los circuitos mercantiles locales que acentúe la
situación favorable para la metrópoli.” (p. 147)
Hasta 1815 Gran Bretaña inundó
de mercancías a los países de América Latina [5]; luego, empezó la competencia
europea y estadounidense. Desde la perspectiva hispanoamericana, este proceso
se tradujo en pérdidas para quienes habían dominado las estructuras mercantiles
coloniales. En toda la región, “la parte más rica, la más prestigiosa del
comercio local quedará en manos extranjeras” (p. 149). Así, la ruta de
Liverpool reemplazó a la de Cádiz. Gran Bretaña heredó la posición de España:
su monopolio se apoyaba en medios económicos más que jurídicos, “pero se
contenta de nuevo demasiado fácilmente con reservarse los mejores lucros de un
tráfico mantenido dentro de niveles relativamente fijos” (p. 150)
Hacia 1825, y como
consecuencia del proceso descrito en el párrafo anterior, Hispanoamérica consumía
más que en 1810, porque la producción extranjera la proveía mejor que la
artesanía local, a lo que debe agregarse la creación de un mercado nuevo. Pero
el límite a este crecimiento estaba dado por la escasa capacidad de consumo
popular. El aumento de las importaciones no se equilibró con el incremento de
las exportaciones: por ende, se produjo un drenaje continuo de metálico, que
terminó por no alcanzar para las necesidades de la circulación interna. En
consecuencia, se verificó una ralentización del crecimiento de las
importaciones.
También hacia 1825 cabe hablar
del establecimiento un nuevo equilibrio económico:
“Así
la economía nos muestra una Hispanoamérica detenida, en la que la victoria
(relativa) del productor – en términos sociales esto quiere decir en casi todos
los casos del terrateniente- sobre el mercader, se debe, sobre todo, a la
decadencia de éste y no basta (…) para inducir un aumento de producción que el
contacto más intenso con la economía mundial no estimula en el grado que se
había esperado hacia 1810. Hispanoamérica aparece entonces encerrada en un
nuevo equilibrio, acaso más resueltamente estático que el colonial.” (p. 152)
Gran Bretaña mantuvo la
hegemonía en Hispanoamérica durante todo el período, aunque debió enfrentar el desafío
de EE. UU. (entre 1815-1830) y luego el de Francia. Pero la preponderancia
inglesa nunca fue realmente discutida. La hegemonía británica se ejerció de
modo discreto: no buscaba involucrarse profundamente en la política
latinoamericana, fuera de la defensa de los intereses de sus súbditos (v. gr.,
comercio). Contra lo que se piensa habitualmente, Gran Bretaña no apostó a la
fragmentación política de Hispanoamérica: “Inglaterra no tenía motivo para
temer la creación de unidades políticas más vastas, que ofrecieran a su
penetración comercial áreas más sólidamente pacificadas” (p. 156)
Hacia 1850 reapareció la
presencia de EE. UU., luego de su victoria en la guerra con México (1846-1848).
La presencia estadounidense tuvo un doble sentido: a) expansión del sur
esclavista sobre la frontera de las tierras iberoamericanas; b) el esbozo de
una relación nueva, económica, centrada en América Central, y que se dará en el
comienzo del siglo XIX.
Halperín dedica la última
parte del capítulo a presentar en general y en particular el panorama político
de Hispanoamérica en este período. Sus conclusiones son lapidarias: en 1840 el
panorama político era desolador. Los rasgos principales de ese panorama eran: 1)
degradación de la vida administrativa, desorden y militarización; 2)
estancamiento económico.
Sobre ese marco general, el
autor esboza la situación de cada uno de los países hispanoamericanos. Dado que
el presente material es una ficha de lectura, nos limitamos a presentar en pocas
palabras el análisis de Halperín.
El Río de la Plata (gracias
a la ganadería) y la meseta central de Costa Rica (desarrollo de la
producción de café) hallaron la fórmula de la nueva prosperidad: “una economía
exportadora ligada al mercado ultramarino” (p. 160).
Brasil
superó con éxito la crisis de la independencia, provocada, entre otras cosas,
por el desequilibrio originado en el auge de la producción de azúcar en el NE y
la ganadería en el extremo sur. Este desequilibrio geográfico, con producciones
situadas en los extremos del país, repercutió en la vida política y el Imperio
terminó por adquirir cierta cohesión con el café – producción localizada en el
centro del país -). El nuevo equilibrio político comenzó a gestarse con la
partida a Portugal del emperador brasileño Pedro I en 1831 y la llegada al
trono de Pedro II (con una regencia que se extendió hasta 1840): ello marcó el comienzo
del imperio parlamentario. Las décadas de 1830 y 1840 fueron turbulentas
para la política brasileña, como consecuencia del conflicto entre liberales y
conservadores. Pero en 1851 la situación se estabilizó y el éxito brasileño
contrastó con los fracasos de Hispanoamérica (con la excepción de Chile, otro
ejemplo de estabilidad política).
Halperín enfatiza que la fragmentación
política de América Latina fue el resultado de una fragmentación
preexistente a las guerras de Independencia: “Más que de la fragmentación de
Hispanoamérica habría entonces que hablar, para el período posterior a la
independencia, de la incapacidad de superarla.” (p. 169)
En ese marco ubica el fracaso
del intento unificador de Simón Bolívar (pp. 169-174). En México, los intentos
de la restauración del orden ocuparon buena parte de la primera etapa
independiente y fracasaron lamentablemente, derivando en estancamiento
económico e inestabilidad política. Una situación análoga se dio en Perú y
Bolivia.
Por último, Halperín hace un
breve resumen de la evolución de cada uno de los países de Hispanoamérica en el
período abarcado por este capítulo. Por nuestra parte, dejamos al lector interesado
en esos pormenores la tarea de ir a la fuente y declaramos concluida esta ficha
en una fría mañana invernal.
Balvanera, sábado 6 de
julio de 2024
NOTAS:
[1] El capítulo 3 lleva por
título “La larga espera” y abarca las pp. 135-205.
[2] El autor señala, a modo de
contraste, que durante la época colonial era posible recorrer una
Hispanoamérica casi libre de hombres armados.
[3] Halperín indica que el
ejército consumía, por lo menos, la mitad de los gastos del Estado en la
mayoría de los países hispanoamericanos.
[4] Las elites tenían presente
el ejemplo de la revolución haitiana, que puso en el poder a los esclavos
liberados y expulsando a los blancos del país. Estas elites temían que la guerra
contra España dejar en inferioridad numérica a los criollos blancos frente a la
masa de esclavos y mestizos.
[5] El bloqueo continental, establecido por Napoleón I en noviembre de 1806 para debilitar a Gran Bretaña, obligó a los ingleses a buscar nuevos mercados para su producción manufacturera.
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