martes, 26 de abril de 2022

DIVISIÓN DEL TRABAJO Y LAZO SOCIAL EN DURKHEIM

 

Ciudad de Shanghái, República Popular China


“Intentamos determinar lo que es y lo que ha sido,

no lo que debe ser.”

Émile Durkheim

 

Émile Durkheim (1858-1917) dedicó su tesis doctoral al estudio de una cuestión que era motivo de preocupación para sociólogos y economistas: la naturaleza del lazo social, esto es, los vínculos que mantiene unidos a los seres humanos en el marco de una sociedad. 

En la segunda mitad del siglo XIX los cambios provocados por el desarrollo del capitalismo tenían carácter cataclísmico para quienes los  experimentaban en carne propia. Todo parecía contribuir a la desintegración de la sociedad; en especial, el creciente egoísmo de los individuos, algo normal para nosotros, ciudadanos del siglo XXI, pero que resultaba chocante para quienes habían vivido en el marco de comunidades más o menos unidas y que ahora se enfrentaban a la transformación acelerada, con normas y costumbres bien diferentes de las que tenían antes de la transición.

Sin embargo, a pesar de todo, la sociedad no desaparecía. 

¿Cómo era posible la persistencia de los vínculos sociales si los individuos se volvían más y más egoístas, si el individualismo estaba a flor de piel en las calles y en las casas? 

Muchos intelectuales, filósofos y científicos sociales buscaron la respuesta a la pregunta. Algunos de ellos comenzaron a desesperar e invocaron nuevamente a una religión que perdía fuerza a la par que crecía el poder del dinero. Este fue el caso de Auguste Comte (1798-1857), quien a pesar de toda su prédica en favor de la ciencia terminó sus días proclamando la necesidad de una religión positivista, como recurso para evitar los conflictos al interior de la sociedad. 

Otros siguieron un camino diferente y prestaron atención al modo en que las relaciones de producción iban configurando nuevos lazos sociales. Adam Smith (1723-1790), por ejemplo, destacó el rol de la división del trabajo en la conformación de una nueva economía, que no solo producía cantidades crecientes de riqueza sino que también estaba cambiando los vínculos entre las personas. En este sentido, su famosa metáfora de la “mano invisible” del mercado decía mucho más de lo que sus partidarios y sus críticos estaban dispuestos a admitir. Smith comprendió que las acciones de las personas, más allá de sus intenciones egoístas, provocaban efectos no buscados por ellas, efectos que mostraban la existencia de vínculos de nuevo tipo. El economista escocés se limitó a registrar que esos efectos no buscados consistían, sobre todo, en un aumento de la riqueza general de toda la sociedad y que eran consecuencia del incremento de la división del trabajo. Pero esta última quedó confinada al terreno de la economía política. 

Karl Marx (1818-1883) dedicó especial atención al problema de las relaciones sociales en el capitalismo; el cuarto apartado del capítulo primero de El capital (1867), el famoso “fetichismo de la mercancía” , es una muestra de ese interés. Pero Marx era socialista y su obra era ignorada más o menos amablemente, cuando no rabiosamente, por quienes se dedicaban al nuevo campo de las ciencias sociales.

Así eran las cosas cuando un joven científico social francés, Émile Durkheim, vino a poner en el centro del debate la cuestión del lazo social. Lo hizo a través de una obra notable, su tesis doctoral titulada precisamente La división del trabajo social (1893). Allí abordó el problema del papel de la división del trabajo en la conformación de un nuevo tipo de lazos sociales. La ciencia de la sociedad (o sociología en su acepción más limitada) ganó una batalla crucial, pues arrebató a la economía la exclusividad en el tratamiento de la cuestión y, de ese modo, avanzó en el abordaje de la sociedad como totalidad

Aquí nos limitaremos al análisis de la manera en que Durkheim desarrolla el tema de la división del trabajo en el Libro 1 de la obra mencionada. [1]

En el capítulo I del Libro 1 [2], Durkheim se concentra en dos cuestiones: a) determinar en qué consiste la función social de la división del trabajo; b) formular indicadores para estudiar dicha función.


El concepto de función

Antes de poner manos a la obra, se dedica a definir el concepto de función. El asunto tiene su importancia. Durante mucho tiempo se había pensado que las cosas, tanto las humanas como las naturales, tenian un rol preestablecido. Todo lo que sucedía en el universo era parte de un plan, generalmente divino (aunque había versiones laicas), según el cual cada ser y cada cosa formaba parte de un ordenamiento establecido desde el origen de los tiempos por los dioses. Los corolarios de esta concepción eran: a) todo tenía una función en el marco de ese plan; b) las funciones estaban ordenadas en una jerarquía; c) nada ni nadie podía escapar a la función que le correspondía.

La concepción anterior tenía un antagonista que, no obstante, constituía su reflejo invertido: algunos sostenían que el mundo social era producto de la voluntad de las personas, quienes creaban la sociedad y el Estado por medio de un pacto o contrato. 

De todos modos, ya fuese Dios o la voluntad de cada individuo la fuente del ordenamiento social, lo concreto era que cada institución, cada persona, desempeñaba una función preestablecida de antemano.

Durkheim propone un esquema diferente. Para él una función designa “un vínculo de correspondencia que existe entre [ciertos movimientos vitales] y algunas necesidades del organismo” (p. 131) Por eso, “preguntarse cuál es la función de la división del trabajo es entonces preguntarse a qué necesidad corresponde” (p. 131) 

Ahora bien, esta función no responde a una plan establecido de antemano. Durkheim desarrolla una perspectiva diferente, que rechaza el finalismo o la teleología como explicaciones de la división del trabajo:

“No podemos usar las palabras fin u objeto y hablar del propósito de la división del trabajo, porque eso sería suponer que la división del trabajo existe en vista a los resultados que vamos a determinar. Los términos resultados o efectos tampoco pueden satisfacernos, porque no despiertan ninguna idea de correspondencia. Por el contrario, las palabras rol o función tienen la gran ventaja de implicar esta idea, pero sin prejuzgar nada sobre la cuestión de cómo se ha establecido esta correspondencia, si resulta de una adaptación intencional y preconcebida o de un ajuste tardío.” (pp. 131-132)


La división del trabajo como fuente de obligaciones morales

Desde la publicación de La riqueza de las naciones (1776), de Adam Smith, era sabido que la división del trabajo respondía a la necesidad económica de aumentar la productividad de la producción. Pero los economistas no decían nada acerca de las obligaciones morales que, eventualmente, podrían derivarse de la acción de la división del trabajo. 

Durkheim amplía el alcance de la división del trabajo, yendo más allá de la concepción unilateral de la economía política. Para llevar a cabo esa tarea se ve obligado, también, a dejar de lado una concepción limitada de la moral, según la cual ésta estaba constituida por los actos nobles realizados por las personas.. En otras palabras, para los partidarios de esa concepción, un acto moral era un acto digno de elogio.

La moral iba más allá de las acciones individuales. Era un sistema de obligaciones que ejercía coerción sobre las personas.

“El dominio de la ética [3] (...) comprende todas las reglas de acción que se imponen imperativamente a la conducta y a las cuales está ligada una sanción” (p. 135).

En este sentido, 

“La moral nos somete a seguir un camino determinado hacia un fin definido, quien dice obligación dice al mismo tiempo coerción.” (p. 133)

La moral rige las relaciones sociales (es decir, las relaciones que se entablan entre los individuos). Esto es indispensable para coordinar el funcionamiento de esa totalidad compleja que es la sociedad:

“La moral es el mínimum indispensable, lo estrictamente necesario, el pan cotidiano sin el cual las sociedades no pueden existir.” (p. 133)

Ahora bien, de un lado tenemos a la división del trabajo y del otro a la moral. Pero todavía no se ve la ligazón entre ambos fenómenos. Esta cuestión es resuelta en el segundo apartado del capítulo que estamos analizando.

El motivo principal que obstaculiza la percepción de la división del trabajo como creadora de obligaciones morales es la especialización generada por aquella. La especialización profundiza la diferenciación entre las personas, y se consideraba que ella acarreaba incomprensión y alejamiento. En otras palabras, la división del trabajo era fuente de disgregación social.

Durkheim contrarresta el argumento anterior apelando a dos ejemplos sencillos: la amistad y la sociedad conyugal. Se pregunta qué mantiene unidos a los amigos y a los esposos, y llega a la conclusión de que la unión surge no sólo de lo semejante, sino también de lo que es diferente. Dicho de otro modo, la diferencia también genera atracción. Pero ojo, no se trata de cualquier diferencia:

“No hay más que un cierto género de diferencias (...) que se atraen mutuamente: son aquellas que, en lugar de oponerse y excluirse, se completan mutuamente.” (p. 136)

El análisis de la amistad y de la sociedad conyugal lleva a Durkheim a la siguiente conclusión:

“El efecto más notable de la división del trabajo no es que ella aumenta el rendimiento de las funciones divididas, sino que las vuelve solidarias.” (p. 141)

De este modo, la división del trabajo es fuente de lazos sociales. No obstante, era necesario determinar si este análisis podía extenderse a grupos más grandes que el grupo de amigos o la sociedad conyugal. En otros términos, ¿las conclusiones del análisis eran válidas para la sociedad en su conjunto?

La respuesta de Durkheim es afirmativa y, en rigor, la obra está dedicada a proporcionar argumentos en favor de ella. Por el momento, adelanta lo siguiente:

“Se ligan entre sí individuos que, de otro modo, serían independientes; en lugar de desarrollarse separadamente, coordinan sus esfuerzos; son solidarios y con una solidaridad que no actúan sólo en los cortos instantes en los que se intercambian sus servicios, sino que se extiende mucho más allá.” (p. 141)

La división del trabajo es un sistema de relaciones sociales cuya función primordial es mantener la unidad de la sociedad. Ella es la fuente del lazo social.

“Estas grandes sociedades políticas tampoco pueden mantenerse en equilibrio sino gracias a la especialización de tareas; que la división de tareas es la fuente, si no la única, al menos principal, de la solidaridad social.” (pp. 142-143)

El tratamiento durkheimiano de la división del trabajo se concentra, pues, en su función como creadora de lazos sociales. La tesis de Durkheim consiste en plantear que la división del trabajo es la fuente de solidaridad social en el capitalismo.

“[La división del trabajo social] jugaría un rol mucho más importante que el que generalmente se le atribuye [4] (...) Sería por ella - o, al menos, sobre todo por ella - que se vería asegurada su cohesión [de la sociedad]; ella determinaría los rasgos esenciales de su constitución.” (p. 143)

En consecuencia, si la función de la división del trabajo es asegurar la cohesión de la sociedad,

“Esta [división del trabajo social] debe tener un carácter moral, pues las necesidades de orden, de armonía y de solidaridad social pasan generalmente por ser morales.” (p. 143)

Como quiera que sea, enunciar una tesis no implica probar su verdad. Es por ello que Durkheim dedica el último apartado del capítulo 1 a presentar los indicadores que utilizará para demostrar la función social de la división del trabajo.


¿Cómo probar la función social de la división del trabajo? Derecho y conclusión (provisoria).

A diferencia de la producción anual de trigo, o del consumo diario de electricidad, la función social de la división del trabajo no puede medirse de manera sencilla. Sin una medida, aunque sea aproximada, de la intensidad de la acción cohesionante de la división del trabajo, el análisis durkheimiano carece de sustancia científica. Es por ello que, como ocurre en el conjunto de su obra, Durkheim se esfuerza por hallar indicadores de los hechos sociales que estudia.

En el caso de la división del trabajo, el indicador elegido es el derecho [5]:

“Puesto que el derecho reproduce las formas principales de la solidaridad social, no tenemos más que clasificar las diferentes especies del mismo para buscar inmediatamente cuáles son los distintos tipos de solidaridad social que les corresponden. Es probable que exista una que simbolice esta solidaridad específica cuya causa es la división del trabajo.” (p. 147)

Aquí no podemos desarrollar en extenso este tema. Basta con señalar que Durkheim considera que “todo precepto de derecho puede ser definido como una regla de conducta sancionada” (p. 148). De modo que las normas jurídicas pueden clasificarse según el tipo de sanción al que están ligadas. En este sentido, existen dos clase de reglas jurídicas: a) las que contienen sanciones represivas, que “consisten esencialmente en un daño o, al menos, un menoscabo, infligido al agente, al que se proponen herir en su fortuna, en su honor, en su vida o en su libertad, o privarlo de alguna cosa de la que disfruta.” (p. 148); b) las que disponen sanciones restitutivas, que consisten “en volver a poner las cosas en su lugar, en restablecer bajo su forma normal los vínculos perturbados, ya sea volviendo por la fuerza el acto incriminado al tipo del que se ha desviado o anulándolo, es decir, privándolo de todo valor social.” (p. 148)

Durkheim identifica, a partir de lo anterior, dos especies jurídicas: la primera, que contiene sanciones represivas, está conformada por el derecho penal; la segunda, que contiene sanciones restitutivas, abarca el derecho civil, el derecho comercial, el derecho procesal, el derecho administrativo y el derecho constitucional.

La mesa está servida. De ahora en adelante Durkheim se dedicará a averiguar a qué clase de solidaridad social corresponde cada una de las especies del derecho.

Pero eso será materia de otras fichas.

 

Villa del Parque, martes 26 de abril de 2022


NOTAS:

[1] Utilicé la traducción española de Rocío Annunziata: Durkheim, E. [1° edición: 1893]. (2008). La división del trabajo social. Buenos Aires, Argentina: Gorla. 452 pp.

[2] El Libro 1 tiene por título: “La función de la división del trabajo”. El capítulo I, por su parte, se titula: “Método para determinar esta función” (pp. 131-148).

[3] Durkheim usa moral y ética como sinónimos. No obstante, corresponde señalar que la moral puede ser definida como el conjunto de reglas de acción existentes en una sociedad y en una época determinada. En cambio, la ética está constituida por los supuestos que sirven de fundamento a ese conjunto de reglas de acción.

[4] Durkheim reconoce que Comte, en su Curso de filosofía positiva, fue “el primer sociólogo - hasta donde conocemos-  que ha señalado en la división del trabajo algo más que un fenómeno puramente económico.” (p. 143).

[5] Durkheim vuelve a abordar el papel del crimen y del derecho en la investigación sociológica en Las reglas del método sociológico (1895), capítulo III, apartado III.

sábado, 16 de abril de 2022

EL EMPIRISMO SEGÚN HUME

 




"La única manera en que una idea puede tener acceso a la mente

(...) es por la experiencia inmediata y la sensación.”

David Hume


Hace tiempo publiqué en este blog un comentario acerca de uno de los ensayos políticos del filósofo escocés David Hume (1711-1776).  Desde ese momento tuve en mente la idea de redactar y publicar un comentario, más ambicioso y extenso, sobre la contribución de Hume a la filosofía del conocimiento. Sin embargo, nunca conté con el tiempo necesario para acometer esa tarea y ahora,urgido por las necesidades derivadas de mi oficio docente, debo conformarme con presentar una ficha dedicada a una pequeña (pero no por ello menos compleja) porción de dicha teoría. Es una producción inacabada y enclenque, pero no quiero dejar correr los días en pos de una imposible perfección. Puede ser de utilidad para los estudiantes, que padecen una crónica falta de tiempo para preparar exámenes y demases. Me encomiendo, pues, a la piedad del lector.

La Investigación sobre el entendimiento humano (1748) [1] forma parte del debate sobre el método iniciado en el siglo XVI con la crisis del pensamiento medieval. El debate giró en torno a dos corrientes principales: el empirismo y el racionalismo, que constituyen respuestas divergentes frente a la crisis. La contribución de Hume se sitúa en la corriente empirista. La Sección 2 de la obra (titulada “Sobre el origen de las ideas”, pp. 41-47) desarrolla el núcleo del empirismo; su lectura sirve, pues, de introducción al estudio de esa corriente filosófica.

La Sección 2 aborda tres cuestiones: a) el origen de las ideas, es decir, la fuente de todo conocimiento; b) la distinción entre ideas e impresiones; c) los alcances y los límites del conocimiento. Paso a exponer cada una de ellas. 


a) El papel de los sentidos en el origen del conocimiento

El punto a es crucial para la caracterización del empirismo. Hume es enfático: “todos los materiales del pensar se derivan de nuestra percepción interna y externa” (p. 43) Respecto a la percepción externa, se trata de las impresiones del mundo exterior recibidas por medio de los sentidos. Dicho de otro modo, los sentidos nos proporcionan toda la información sobre el mundo externo a nosotros. Esta es, en pocas palabras, la versión más sencilla del empirismo.

Hume agrega la cuestión de la percepción interna, que no es otra cosa que la percepción de nuestros sentimientos (furia, miedo, alegría, etc.). Este tema es irrelevante, y aún perjudicial [2], para nuestro objetivo (la exposición de los lineamientos básicos del empirismo), por eso no avanzaremos en esta dirección. Respecto al conjunto del punto a, cabe señalar que el filósofo no dedica gran atención al tema de las fuentes de la percepción y pasa a concentrarse en el problema de la distinción entre impresiones e ideas.

Para concluir este apartado y a modo de síntesis, todo el material de nuestro pensar proviene de los sentidos. No hay otra fuente. Esto es el empirismo.


b) La distinción entre impresiones e ideas

La primacía de los sentidos es la base para comprender la distinción entre ideas e impresiones.

Las impresiones son “nuestras percepciones más intensas: cuando oímos, o vemos, o sentimos, u odiamos, o deseamos, o queremos” (p. 42). Las ideas, en cambio, son las percepciones de la mente, y se caracterizan por ser menos fuertes e intensas que las impresiones.

En consonancia con lo expuesto en a, Hume se preocupa en destacar que no existen (no pueden existir) ideas sin impresiones: “toda idea que examinamos es copia de una impresión similar” (p. 44) [3] 

De modo que las ideas se derivan de las impresiones o, lo que es lo mismo, que las ideas tienen origen en los sentidos (las únicas fuentes de información sobre el mundo externo al individuo), tal como ya se había indicado en a

Hume no considera que los seres humanos juegan un rol pasivo en el proceso de conocimiento. Por el contrario, se preocupa en aclarar que “la mezcla y composición de ésta [la percepción externa e interna] corresponde sólo a nuestra mente y voluntad” (p. 43-44). Pero el material para esa mezcla y composición es proporcionado por la percepción.

Existe una jerarquía bien definida entre ideas e impresiones: sin las segundas no pueden existir las primeras. Hume justifica con dos argumentos la jerarquía precedente.

En primer término, señala que el análisis de cualquiera de nuestras ideas culmina siempre en el hallazgo de la impresión de la que es copia. Por lo tanto, no puede haber ideas que surjan con independencia de las impresiones. En este punto discrepa con el filósofo francés René Descartes (1596-1650), quien afirmó en su Discurso del método que la idea de Dios era externa a nosotros, puesto que los humanos somos incapaces de llegar sólos a la idea de la perfección. [4] Hume es terminante al respecto: “La idea de Dios, en tanto que significa un ser infinitamente inteligente, sabio y bueno, surge al reflexionar sobre las operaciones de nuestra propia mente y al aumentar indefinidamente aquellas cualidades de bondad y sabiduría.” (p. 44)

En segundo término, si una persona posee algún defecto o carencia en sus órganos (por ejemplo, un ciego) y, por ende, “no es capaz de ninguna clase de sensación (...) encontramos siempre que es igualmente incapaz de las ideas correspondientes” (p. 44).

En síntesis, “la única manera en que una idea puede tener acceso a la mente (...) es por la experiencia inmediata y la sensación.” (p. 45; el resaltado es mío - AM-) 

A partir de esta afirmación, Hume establece el criterio de demarcación entre términos filosóficos con significado y aquellos que carecen de éste: “No tenemos más que preguntarnos de qué impresión se deriva la supuesta idea, y si es imposible asignarle una; esto serviría para confirmar nuestra sospecha [de que esa idea carece de significado].” (pp. 46-47)


c) Los límites del conocimiento

Hume hace un elogio desmesurado de la capacidad de la razón para conocer el mundo, que merece ser citado aquí y en cualquier antología filosófica:

“Nada puede parecer, a primera vista, más ilimitado que el pensamiento del hombre que no sólo escapa a todo poder y autoridad, sino que ni siquiera está encerrado dentro de los límites de la naturaleza y de la realidad. Formar monstruos y unir formas y apariencias incongruentes no requiere de la imaginación más esfuerzo que el concebir objetos más naturales y familiares. Y mientras que el cuerpo está confinado a un planeta a lo largo del cual se arrastra con dolor y dificultad, el pensamiento, en un instante, puede transportarnos a las regiones más distantes del universo; o incluso más allá del universo, al caos ilimitado, donde, según se cree, la naturaleza se halla en confusión total. Lo que nunca se vio o se ha oído contar, puede, sin embargo, concebirse. Nada está más allá del poder del pensamiento, salvo lo que implica contradicción absoluta.” (p. 43)

Pero el poder del pensamiento tiene un límite: 

“En realidad, [nuestro pensamiento] está reducido a límites muy estrechos, (...) todo [su] poder creativo (...) no viene a ser más que la facultad de mezclar, traspasar, aumentar o disminuir los materiales suministrados por los sentidos y la experiencia.” (p. 43)

O sea que volvemos al supuesto empirista enunciado en el punto a, todo el poder de la razón proviene de los sentidos. Sin esa data, no existe la razón.

Con estas precisiones, Hume da por terminada la 2° Sección de la obra.



Villa del Parque, sábado 16 de abril de 2022


NOTAS:

[1] Para la redacción de la ficha utilicé la traducción española de Jaime de Salas Ortueta: Hume, D. [1° edición: 1748]. (2001). Investigación sobre el entendimiento humano. Madrid, España: Alianza. 211 p. (El libro de bolsillo. Filosofía; 4423).

[2] Puede confundir al estudiante, al llevarlo a pensar que el empirismo reconoce la existencia de percepciones fuera de las provenientes de los sentidos.

[3] Dicho de manera más extensa: “cuando analizamos nuestros pensamientos o ideas, por muy compuestas o sublimes que sean, encontramos siempre que se resuelven en ideas tan simples como las copiadas de un sentimiento o estado de ánimo precedente (...) Todas nuestras ideas, o percepciones más endebles, son copias de nuestras impresiones o percepciones más intensas.” (p. 44)

[4] El argumento cartesiano sobre la existencia de Dios es el siguiente: “la idea de un ser más perfecto que el mío, puesto que era notoriamente imposible que la tuviera de la nada; y como suponer que lo más perfecto sea consecuencia y dependencia de lo menos perfecto, no es menos inadmisible que suponer que de la nada proceda algo, yo no podía tenerla en mí mismo. Quedaba, pues, que hubiese sido puesta en mí por una naturaleza que fuera verdaderamente más perfecta que yo, y aunque tuviera en sí todas las perfecciones de las cuales pudiera tener yo idea, es decir, para explicarme con una sola palabra: que fuera Dios.” Descartes, R. [1° edición: 1637]. (1977). Discurso del método. Buenos Aires, Argentina: Losada, p. 68.

miércoles, 6 de abril de 2022

MAQUIAVELO, O EL DESCUBRIMIENTO DEL PUEBLO: APUNTES SOBRE EL CAPÍTULO 9 DEL PRÍNCIPE

Revolución haitiana


 “El cariño del pueblo es para un príncipe

necesario, por ser en la adversidad su único recurso.”

Maquiavelo, El príncipe


Como es sabido, Nicolás Maquiavelo (1469-1527) estudia en El príncipe los medios para alcanzar los objetivos de toda política práctica: conquistar y conservar el poder. En el capítulo 9 aborda un caso particular de ascenso al poder, el principado civil, en el que un ciudadano llega al poder “no por el crimen u otra violencia intolerable [sino por medio] del favor y la asistencia de los conciudadanos” (p. 283)

El caso abordado por el florentino nos resulta familiar a quienes vivimos en el siglo XXI. La democracia es la forma de gobierno imperante en la mayoría de los países y en ella se llega al gobierno por medio de elecciones, es decir, por el favor de los conciudadanos. Más claro, el caso del principado civil se aproxima a nuestra forma de gobierno. Maquiavelo nos interpela a través de los siglos. 

El análisis del capítulo 9 es relevante porque Maquiavelo estudia allí los dos elementos centrales de la política moderna: el pueblo y la democracia. Además, examina un problema subyacente: la estructura de las clases sociales. Dado que esta última cuestión condiciona al resto de la argumentación, es conveniente seguir los pasos del florentino y arrancar con ella la exposición.

Maquiavelo afirma que en toda ciudad hay dos grupos sociales: los magnates y el pueblo. Esos dos grupos son el fundamento de las dos tendencias políticas que se disputan el poder: la de los magnates, que desean “dominar al pueblo”; la del pueblo, que no quiere “que lo opriman los poderosos” (p. 283)

De este modo, la condición de posibilidad de la política es la división de la sociedad en clases y grupos sociales con intereses enfrentados. Esto da sentido a la actividad política, cuyos objetivos primordiales son (nunca está de más repetirlo) la conquista y la conservación del poder. Cada clase social busca apoderarse del poder para imponer sus intereses materiales e ideológicos a los otros grupos sociales.

Una vez aceptada la definición de la política esbozada en el párrafo precedente, se comprende la importancia del “descubrimiento del pueblo”. Hasta los albores de la Modernidad, la política era protagonizada por los reyes y la aristocracia, mientras que el pueblo era la masa de maniobra para las maquinaciones de los “magnates”. Dicha circunstancia determinaba el contenido y las formas de las luchas políticas; en ellas las partes en conflicto disputaban en torno a intereses materiales y las formas que adoptaba esa disputa eran sanguinarias, pues los grupos enfrentados buscaban “oprimir al pueblo”. La nota distintiva de las diferentes formas de gobierno era la presencia cotidiana de la violencia.

Ahora bien, el principado civil es definido como la forma de gobierno a la que se accede por el favor de los ciudadanos. Maquiavelo descubre así al “pueblo” como actor político. El objetivo del nuevo actor político era radicalmente diferente del de los magnates: no busca “dominar”, sino no ser oprimido. La distinción entre los objetivos de los poderosos y los del “pueblo” es la base para la comprensión de la política moderna. 

Maquiavelo sintetiza en una frase las consecuencias prácticas de su hallazgo: “Quien llega a ser príncipe por la voluntad del pueblo, debe conservar su amistad, cosa fácil, puesto que el pueblo sólo pide no ser oprimido.” (p. 285) De esta manera, el florentino vislumbraba una nueva política práctica, diferente a la desarrollada hasta ese momento. El núcleo de la nueva política consiste, precisamente, en la necesidad de contar con el apoyo popular, tanto para conquistar como para conservar el poder. El “pueblo” deja de ser considerado el elemento pasivo de la política, cuya vida es derrochada en guerras y golpes palaciegos, y pasa a ser concebido como el apoyo principal del príncipe. 

Maquiavelo descubre la potencia del “pueblo” y, al hacerlo, cambia las reglas de la política. Mejor dicho, toma nota de la irrupción del “pueblo”, que está cambiando las reglas de juego y dando paso a una nueva política.

Es cierto que en el capítulo 9 el “pueblo” todavía no aparece con objetivos propios [1]; pedir no ser oprimido es una propuesta desde lo negativo, es exigir un no hacer a los poderosos, no es todavía el planteo de un hacer propio. También es verdad que la época de Maquiavelo se caracterizó por el ascenso del poder monárquico y no por la aparición de regímenes democráticos. Pero Maquiavelo fue capaz de otear más allá del horizonte y entrever la tendencia más profunda de la nueva época: la entrada del “pueblo” en la política.

El príncipe que se apoya en el pueblo puede sortear las mayores dificultades:

“Si el que fía en el pueblo es un príncipe con autoridad y valor, a quien la adversidad no asuste, que haya tomado todas las medidas y disposiciones y sepa infundir su aliento y mantener ordenada la multitud, lejos de ver defraudadas sus esperanzas en el pueblo, se convencerá del acierto con que las ha fundado en él.” (p. 286)

Maquiavelo era testigo de la consolidación de los primeros Estados nacionales y creía que esa forma política era imprescindible para lograr la independencia italiana. También pensaba que la unificación de la península debía ser realizada por un príncipe, tal como enuncia en el capítulo 26 del Príncipe. [2] Pero lo novedoso de su planteo reside en el énfasis en el pueblo, como base de apoyo para el proceso de centralización política.

El modelo de Estado nacional que se impuso en los siglos XVI-XVIII se caracterizó por el absolutismo monárquico y la opresión del pueblo. Maquiavelo propuso un camino distinto al sugerir que el príncipe debía apoyarse en el “pueblo”. No se trataba sólo de una recomendación técnica, basada en el mero hecho de que el pueblo constituía la mayoría de la población. El florentino declara su preferencia por el “pueblo” porque sostiene que sus propósitos son mejores que los de la nobleza: 

“Las aspiraciones de los nobles sólo se satisfacen causando daño a alguien, y las del pueblo no exigen ofensa a nadie; siendo los propósitos del pueblo más honrados que los de la nobleza, porque ésta quiere oprimir, y aquél no ser oprimido.” (p. 284)

Maquiavelo propone un modelo de Estado nacional sustentado en el apoyo popular. Por eso el capítulo 9 puede ser considerado como una prefiguración de los rasgos (y de los problemas) de las democracias modernas. El florentino realiza así otro aporte sustancial a la construcción de la ciencia de la sociedad.


Villa del Parque, miércoles 6 de abril de 2022


Noticia bibliográfica:

Para la redacción de esta ficha utilicé la traducción española de Luis A. Arocena: Machiavelli, N. (1955). El príncipe. Madrid, España: Universidad de Puerto Rico y Revista de Occidente. 621 p. (Biblioteca de Cultura Básica). El capítulo 9, titulado “Del principado civil”,  se encuentra en las pp. 283-287.

Notas

[1] “El pueblo sólo pide no ser oprimido” (p. 285).

[2] “Exhortación para librar a Italia de los bárbaros” (pp. 455-460).