Ariel
Mayo (UNSAM / ISP Joaquín V. González)
Francisco de Goya, El sueño de la razón produce monstruos
“Los pactos que no
descansan en la espada no son más que palabras,
sin fuerza para
proteger al hombre, en modo alguno.”
Thomas Hobbes, Leviatán
(1651)
John Locke (1632-1704)
puso las bases del liberalismo en su obra Segundo Tratado sobre el Gobierno
Civil (1690)[i].
Dada la importancia que tienen en la actualidad los políticos y los partidos
que se reivindican liberales, resulta útil revisitar los planteos lockeanos,
para comprender las continuidades y las rupturas entre el liberalismo de nuestros
días y el liberalismo clásico.
Como dispongo de poco
espacio, comenzaré haciendo un resumen de los postulados fundamentales del Segundo
Tratado. Locke afirma que existe un estado previo a la existencia de la
sociedad y el Estado, al que denomina estado de naturaleza, conformado
por individuos que viven sin lazos sociales que limiten sus acciones. La
sociedad no existe naturalmente; por el contrario, para existir requiere de un
acto de voluntad de las personas, quienes deben tomar la decisión de abandonar
el estado de naturaleza. Pero esa decisión no es algo obvio para quienes viven
en el estado presocial, pues allí gozan de la libertad y la propiedad. En
efecto, en el estado de naturaleza, las personas crean su propiedad privada
mediante el trabajo, transformando y apropiándose los objetos con su
esfuerzo físico y mental; incluso, toman la decisión de conceder al oro y a la
plata un valor superior a su utilidad y, así, permitir la compra de bienes en
cantidades superiores a las necesidades del comprador, abriendo la puerta para
la distribución desigual de la riqueza[ii]. En pocas palabras, en el
estado de naturaleza hay propiedad privada, dinero, compra y venta de
mercancías, desigualdad de fortuna entre los individuos: es una economía
mercantil en estado puro. ¡Y todo ello sin tener que pagar impuestos ni
verse sometidos a las regulaciones estatales! Es el Edén de los propietarios.
En este punto cabe
preguntarse: si en el estado de naturaleza los individuos gozan de la propiedad
que forjan con su trabajo y son libres de hacer lo que les plazca, ¿por qué
optan por abandonar ese estado idílico y formar una sociedad? En otros
términos, ¿los seres humanos no pueden autorregularse sin necesidad del poder
estatal?
Ahora bien, puesto que
el estado de naturaleza no es otra cosa que una economía mercantil pura, la
pregunta precedente puede reformularse así: ¿el mercado puede autorregularse?
Aquí llegamos al núcleo
del problema. El liberalismo clásico (Locke) responde negativamente a la
pregunta formulada en el párrafo anterior. Muchos liberales actuales, en
cambio, afirman que la respuesta es afirmativa y por eso cargan contra el
Estado, al que achacan la responsabilidad de todo los males pasados, presentes
y futuros. La cuestión excede el marco de la filosofía política (y también el
de la economía), y se convierte en un problema político, cuya importancia salta
a la vista.
Este ensayo se divide
en dos partes: en la primera se esbozan las razones por las que se pasa del
estado de naturaleza a la sociedad política, según lo expuesto por Locke; en la
segunda se desarrollan algunas consideraciones acerca de los errores de la tesis
de la autorregulación del mercado.
Las razones para salir
del estado de naturaleza, o de la inevitabilidad del Estado para la economía de
mercado:
Locke discute la
posibilidad de que los seres humanos se autorregulen en el capítulo 9 (De los
fines de la sociedad política y del gobierno). Su presentación de la cuestión
es clara y precisa:
“Si en el
estado de naturaleza la libertad de un hombre es tan grande como hemos dicho;
si él es el señor absoluto de su propia persona y de sus posesiones en igual
medida que puede serlo el más poderoso; y si no es súbdito de nadie, ¿por qué
decide mermar su libertad? ¿Por qué renuncia a su imperio y se somete al
dominio y control de otro poder?” (p. 134)
La respuesta cae como
un mazazo sobre la tesis de la autorregulación: en el estado de naturaleza
predomina la incertidumbre; nadie está seguro de que su propiedad no le sea
arrebatada por otra persona; la libertad se convierte en miedo.
“Aunque
en el estado de naturaleza tiene el hombre todos esos derechos, está, sin
embargo, expuesto constantemente a la incertidumbre y a la amenaza de ser
invadido por otros. Pues, como en el estado de naturaleza todos son reyes lo
mismo que él, cada hombre es igual a los demás; y como la mayor parte de ellos
no observa estrictamente la equidad y la justicia, el disfrute de la propiedad
que un hombre tiene en un estado así es sumamente inseguro.” (p. 134).
O sea, el estado de
máxima libertad se convierte en el estado de máxima incertidumbre. La paradoja
se comprende si se tiene en cuenta que los individuos que viven en el estado de
naturaleza se comportan como propietarios privados que llevan sus mercancías al
mercado y, por ende, compiten entre sí para obtener mayores beneficios. El
estado de naturaleza es, repito, una economía de mercado ideal. Por eso Locke
concibe la naturaleza humana como la naturaleza del productor de
mercancías: es la naturaleza de un individuo egoísta (sólo piensa en sí mismo y
ve a las demás personas como medios para alcanzar sus fines mercantiles) y
competitivo[iii]. En cada individuo prima
la búsqueda del propio beneficio, por ende es imposible que se impongan las
leyes de la naturaleza, es decir, aquellas surgidas de la razón y que llaman a
respetar la vida, la libertad y la igualdad de todos los seres humanos. Casi
nadie (siendo generosos) respeta “la equidad y la justicia”.
Para que la propiedad
privada, la libertad y el mercado puedan subsistir se vuelve imprescindible la
creación de una institución capaz de regular a los individuos y poner un límite
a la lucha entre ellos. Ese límite es el Estado (la sociedad política):
“El
grandes y principal fin que lleva a los hombres a unirse en Estados y ponerse
bajo un gobierno es la preservación de la propiedad, cosa que no podían hacer
en el estado de naturaleza, por faltar en él muchas cosas” (p. 135; el
resaltado es mío – AM-).
Locke es taxativo: en
el estado de naturaleza no se preserva la propiedad privada, que es el núcleo
de la sociedad burguesa. Los seres humanos no pueden autorregular sus
relaciones sociales, ni de proporcionar, por ende, las seguridades necesarias
para el funcionamiento normal de la economía de mercado.
Tres carencias del
estado de naturaleza impiden que pueda garantizar la preservación de la
propiedad privada: a) la ausencia de una ley establecida, fija y conocida por
todas las personas; 2) la falta de “un juez público e imparcial, con autoridad
para resolver los pleitos que surjan entre los hombres, según una ley
establecida” (p. 135); 3) la falta de un poder que respalde y empodere a las
sentencias de ese juez.
El Edén de los
propietarios se convierte en la pesadilla de los propietarios y éstos se pechan
por salir de ese estado y constituir la sociedad política:
“Así, la
humanidad, a pesar de todos los privilegios que conlleva el estado de
naturaleza, padece una condición de enfermedad mientras se encuentra en tal
estado; y por eso se inclina a entrar en sociedad cuanto antes (…) Pues los
inconvenientes a los que están allí expuestos (inconvenientes que provienen del
poder que tiene cada hombre para castigar las transgresiones de los otros) los
llevan a buscar protección bajo las leyes establecidas del gobierno, a fin de
procurar la conservación de su propiedad.” (p. 136).
La propiedad privada
necesita del Estado para subsistir. Para Locke no hay nada más que decir sobre
esta cuestión.
La utopía de la
autorregulación del mercado:
Si bien Locke no tiene
nada más para decirnos acerca de las razones del pasaje del estado de
naturaleza a la sociedad política, nosotros estamos obligados a seguir adelante
para desarrollar el argumento contra la tesis de la autorregulación de la
economía de mercado. Dicha tesis aparece, aunque matizada (al fin y al cabo se
reconoce la existencia y la necesidad del Estado, pues de lo contrario se
caería en el disparate), en los manuales de economía que se leen en las universidades
Tal como se indicó, el estado
de naturaleza es el Edén de los propietarios, una economía mercantil pura. Allí
los propietarios individuales utilizan dinero y acumulan riquezas mediante el
trabajo y el uso del oro y la plata. No pagan impuestos, pues no hay Estado. En
esa economía idealizada sólo hay individuos, pues precisamente la economía
mercantil disuelve los grupos sociales. En el imperio de la mercancía no hay
espacio para la solidaridad entre los seres humanos.
Pero ese Edén se
desvanece rápidamente dado que los seres humanos son incapaces de
autorregularse debido a las peculiaridades de su naturaleza, pues son seres
egoístas que siguen su propio interés y que no pueden regularse sin
intervención externa. En otras palabras, economía mercantil y Estado constituyen
un par inseparable. Las tres carencias mencionadas por Locke son otros tantos
indicadores de la incapacidad de la economía mercantil para regularse a sí
misma y, en definitiva, para preservar lo más sagrado del capitalismo: la
propiedad privada.
Del análisis de Locke
se concluye que la utopía liberal de la autorregulación de la economía de
mercado es inviable, pues esta no puede constituir ninguna comunidad estable ni
garantizar la seguridad de la institución esencial del capitalismo: la
propiedad privada. De ahí que el Estado venga a establecer la unidad necesaria
para que los individuos propietarios no caigan a la guerra de todos contra
todos. La exposición lockeana de los motivos por los que los individuos deciden
abandonar el estado de naturaleza muestra con claridad la mencionada
inviabilidad.
“Pero
aunque los hombres, al entrar en sociedad, renuncian a la igualdad, a la
libertad y al poder ejecutivo que tenían en el estado de naturaleza (…), esa renuncia
es hecha por cada uno con la exclusiva intención de preservarse a sí mismo y a
preservar su libertad y su propiedad de una manera mejor (…) Y por eso, el
poder de la sociedad o legislativo constituido por ellos, no puede suponerse
que vaya más allá de lo que pide el poder común, sino que ha de obligarse a
asegurar la propiedad de cada uno, protegiéndolos a todos contra aquellas tres
deficiencias (…) que hacían del estado de naturaleza una situación insegura y
difícil.” (pp. 137-138)
Locke elabora, desde el
liberalismo, una refutación radical del argumento que afirma que el mercado
puede autorregularse. La economía de mercado llevada a su estado puro se
desintegra a sí misma. Asoma, pues, el Leviatán…
[i] Para la redacción de este ensayó utilicé la traducción española de Carlos Mellizo: Locke, J. (2000). Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil: Un ensayo acerca del verdadero origen, alcance y fin del Gobierno Civil. Madrid: Alianza. 238 p. (El libro de bolsillo, Área de conocimiento: Humanidades; 4415). La primera edición de la obra se publicó con autor anónimo en 1689, si bien en la portada figura la fecha 1690: Two Treatises of Government In the Former, The False Principles, and Foundation of Sir Robert Filmer, and His Followers, Are Detected and Overthrown. The Latter Is an Essay Concerning The True Original, Extent, and End of Civil Government. Londres: Awnsham Churchill.
[ii] Ver el desarrollo de este argumento en
el cap. 5 del Segundo Tratado.
[iii] El contexto social e histórica modela
la conciencia, pone los moldes – los límites – de lo que puede llegar a pensar
el individuo. Una vez más (tal como pensaba Marx) el ser social determina la
conciencia. Por eso, dos filósofos tan distintos como Hobbes y Locke, imaginan
una naturaleza humana semejante, cuyo rasgo central es el egoísmo y que se
plasma en individuos egoístas que ven a los otras personas como competidores).
Esa naturaleza no es otra cosa que la idealización de las relaciones sociales
propias de una economía mercantil.